Milagro y altares

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(VOVWORLD) - Una conmovedora historia contada por Nguyen Thi Huong, quien fue rescatada por Fidel Castro, considerado por ella como su “segundo padre”, durante el recorrido del líder cubano por Quang Binh, su tierra natal, en 1973. También cuenta sobre el altar del Comandante en Jefe-el que tiene en la casa de esta mujer afortunada, "porque Fidel erigió un altar en cada corazón vietnamita".

Por José Llamos Camejo  (del libro Un guerrillero antillano en el paralelo 17)

Fotos: Tuan Anh, y archivo.

En silencio, presa de la inmovilidad decretada por el instante fatídico, la adolescente permaneció ajena al encuentro cercano, dramático y prodigioso que la mantendría entre los vivos. Estaba inerme, tendida sobre la hierba mientras se aproximaba el autor del milagro a punto de ocurrir en aquella orilla del mundo.

Nguyen Thi Huong parecía dormida. Pero, dormir allí se antojaba imposible. Vinh Linh era un lugar inseguro, demasiado incómodo; y el momento se tornaba aún más inapropiado para una siesta.

Pasadas las dos de la tarde, bajo un cielo sin nubes, en un sitio sembrado de minas y desprovisto de sombra, a nadie se le ocurriría tumbarse de espalda sobre la tierra. Y mucho menos estando a mitad de septiembre, en un clima tropical como el de Vietnam.

Además, la infortunada apenas podía respirar. El rostro desencajado, la piel macilenta, el cuerpo menudo sin otra movilidad que las convulsiones cada vez más intensas, y sobre todo las manchas húmedas y copiosas que le enrojecían el vestuario, presagiaban algo peor. No. Su aspecto no era el de una persona dormida.

Ella todavía no se explica cómo pudo llegar hasta el margen de la vereda. Aún se pregunta qué extraño mecanismo la condujo hasta allí en condiciones físicas tan deplorables, cuando ya no veía, ni escuchaba, ni era capaz de valerse por sí misma; cuando sus reservas físicas se les habían escapado, y la vida estaba a punto de hacerle lo mismo.

Los sentidos también desertaron del cuerpo, espantados por el estallido  descomunal que puso en alerta a los primeros ministros de Cuba y Vietnam. Ellos habían salido al amanecer de ese día -15 de septiembre de 1973-, desde la ciudad de Dong Hoi, capital de Quang Binh. Y en el instante fatal se aproximaban al sitio.  Estaban a medio kilómetro.

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Nguyen Thi Huong, mientras contaba la historia de cómo fue rescatada por Fidel, su “segundo padre”

Ocho meses antes de la tragedia habían sido rubricados los Acuerdos de París. Los invasores gringos se retiraban de Vietnam, pero en la fuga dejaron un rosario de minas esparcidas sobre los campos de la región. “Aún después de firmada la paz, hay trabajadores, hombres, mujeres y niños, que sufren heridas y pierden la vida”, denunció entonces el líder de la Revolución Cubana.

Respondiendo a una convocatoria de la Juventud vietnamita, Nguyen Thi Huong retornó a su suelo natal, a mediados de 1973,  tras permanecer seis años en Nam Dinh, una provincia del norte donde el estado evacuó a los niños y ancianos de Quang Tri, en la etapa más crítica de la guerra, cuando los bombardeos norteamericanos se hicieron más brutales y persistentes en esa región de Vietnam.

Thi Huong vivía en una zona de interés estratégico, sobre la cual el enemigo descargaba todo su poderío bélico. El cañoneo no cesaba. “En ninguna región del mundo cayeron jamás tantas bombas como en esta región”, reconocía Fidel a través de un  discurso en Vinh Linh, el catorce de septiembre de 1973, un día antes de la tragedia.

La pequeña Huong y los suyos casi no podían contemplar el paisaje ni el cielo. Las explosiones ahogaban el sonido del viento, el rumor de las aves, los acordes de la naturaleza en Vinh Linh. Huong necesitaba de esa sinfonía; aprendió a amarla antes de dar los primeros pasos. Pero dejó de escucharla, porque los refugios subterráneos se convirtieron en su única opción; permanecían en ellos la mayor parte del tiempo, entre sobresaltos y oscuridades.

“Supieron vivir durante años bajo tierra”, recalcó el Comandante en su encendido discurso pronunciado ante el pueblo de ese distrito. “Fueron capaces de soportar todos los sufrimientos y todos los sacrificios”.   

Huong y sus hermanos llegaron a Nam Dinh, un día de 1967, en una caravana de vehículos. Permanecieron allá, bajo amparo estatal, hasta junio de 1973. “Pudimos estudiar, nos sentíamos más tranquilos y seguros”, agradece la vietnamita; “yo aún no había cumplido los once años, y era la mayor entre cinco hermanos -tres hembras y dos varones”.

Pero allá, libre de las bombas gringas, en cambio no podían liberarse de la nostalgia. Lejos del hogar y de la familia, del barrio y de los lugares por donde correteaban a diario antes de la infernal agresión, los días se les trocaban en siglos.

Muchas veces Huong y sus hermanos amanecían o se dormían oprimidos por el deseo de regresar a Vinh Linh, y más aún, de volver a sentir las maternales caricias que la agresión criminal les negaba; pues la guerra también les impuso la separación de la madre, enviada a su provincia natal: Nghe An, cuna también del Tío Ho. 

El padre permaneció Vinh Linh; era miliciano y participó activamente en la guerra, de la que sólo quedaron fuera:”niños, enfermos y ancianos”, aclara; “no olvide usted, que la nuestra fue la guerra de todo el pueblo”.

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En su hogar, con el esposo, una hija, y sus nietos, junto a la imagen del líder cubano.

Regresar a su aldea, como parte de una brigada de jóvenes dispuestos a dejar al terreno libre de las minas diseminadas por el ejército norteamericano  en su retirada, más allá de los riesgos,  era una fiesta que cada día la muchacha celebraba en su fuero interno.

Ya Huong había cumplido los diecisiete años. Llegaba al campo antes de que el sol absorbiera el rocío; le divertía el centellear de las gotas sobre las espigas doradas que apuntaban al cielo desde los arrozales.

La alegría del encuentro con su terruño le ayudó a superar los sobresaltos de los primeros días en su nueva y delicada misión. Desde el inicio identificó intuitivamente en el binomio prudencia - serenidad, una herramienta clave para encarar el oficio. Aprendió a hacerlo sin descuidos ni espanto.

Habían transcurrido tres meses desde su retorno a Vinh Linh. Todo iba bien hasta la tarde infausta. “Salí con instrucciones de rellenar los cráteres abiertos por las bombas norteamericanas en un campo de arroz adyacente a la carretera”.

Pasadas las dos de la tarde del 15 de septiembre de 1973, el borde inferior de la azada de Huong rozó con un artefacto oculto en la tierra. La explosión redujo el mundo de Huong, a la oscuridad y al silencio; la joven perdió la conciencia.

 A partir de ese instante, la comitiva Fidel y Pham Van Dong avanzó con cautela; se movían en el mismo rumbo de donde provenía el estallido. Thi Huong, mientras tanto, franqueó, sin saber cómo, las decenas de metros que separan al arrozal de la carretera, y quedó allí, tumbada en un flanco del peligroso sendero. 

“Yo no sé qué pensaría Pham Van Dong, pero al llegar al sitio vimos el cuerpo inmóvil de la muchacha; entonces el Comandante ordenó que se detuviera la caravana”, rememora Nguyen Dinh Bin, exvicecanciller de Vietnam, e intérprete que acompañaba a los dos dirigentes.

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Cuando Thi Huong empezó a abrir los ojos, el mundo giraba a su alrededor. Ya los sentidos empezaban a regresar a ella, pero volvían vacilantes, despacio, como si temieran alguna réplica de la descarga espantosa. Mientras, la muchacha, desprovistas de facultades, sin capacidad de oír ni dilucidar, no advirtió la llegada del Comandante.

Las imágenes se les presentaban difusas; las sensaciones y los sonidos, indefinibles. Lo único que la joven no confundía era la crueldad del dolor que la desgarraba. Pero aún así, pudo notar, cerquita de ella, a un hombre barbudo, de estatura inusual y facciones occidentales. Una humanidad paternal le llegaba en la voz del desconocido, mientras la trasladaban al vehículo. Era Fidel; ella lo supo varios días después.

Así la adolescente anamita encontró a su “segundo padre”. El que la engendró, un luchador contra la invasión extranjera en su natal Vinh Linh, había muerto; al que intentaba salvarla, un insurgente contra todas las injusticias, acababa de verlo. Mas, aquel sería el primer y único encuentro cercano entre Huong y el Jefe de la Revolución Cubana.

Uno de los médicos que integraban la caravana: el doctor Ariel Soler Silva, aclara que habían otros tres lesionados, todos muy jóvenes. Fue Ariel, por encargo del líder cubano, quien asistió a los heridos. “Quédate, resuelve estos casos, luego mando a buscarte”, le indicó Fidel al galeno que, con una rodilla afincada en la tierra, auscultaba a una de las víctimas.

“Entre ellos había uno con un fragmento de metralla alojado en una rodilla; los otros dos tenían el cuerpo lleno de esquirlas, que no habían penetrado en profundidad, pero les causaban mucho dolor. A esos les inyecté morfina para aliviarlos”, recuerda Soler.

La muchacha regresó a la inconsciencia, y en ese estado lo ignoraba todo: su abdomen agujereado, su aorta lastimada, la sangre que manaba por las once perforaciones que, según el doctor Ariel, encontraron en su cuerpo menudo. “Estaba grave, con un cuadro de hipotensión y mucha pérdida de sangre, continúa relatando Soler Silva; “le canalicé la vena -a pesar de lo difícil que resulta realizar ese procedimiento en un paciente en estado de shock-,  y le puse un suero para aumentarle el volumen de la presión”.

En ese momento la caravana se quedó sin ambulancia, porque Fidel decidió que se utilizara para trasladar a los heridos, añade. Para Soler Silva, aquel es uno de los gestos que retratan el alma del líder cubano. El terreno estaba infestado de minas; en cualquier parte y en el momento menos esperado podía estallar una. “La ambulancia era vital en esas circunstancias, y sin embargo, el Comandante prescindió de ella, y la puso a disposición de la asistencia a los jóvenes heridos”.

La ambulancia partió con los lesionados y el médico cubano, y el Comandante quedó en el sitio, golpeado por el drama tremendo, que al día siguiente denunciaría: “¿Cómo se puede justificar semejante crimen? ¿Cómo se puede explicar desde ningún ángulo, desde ningún aspecto, que se rieguen los campos de un país, de minas mortales?”

Ariel Soler no pudo presenciar la emotiva reacción del líder cubano después que el carro partió llevándose a los heridos. Pero Nguyen Manh Thoa jamás olvidará aquel instante. “Entonces sobrevino una de las escenas más conmovedoras que  he presenciado en mi vida”, recuerda Manh Thoa, encargado de proteger en Quang Tri, al único mandatario extranjero que llegó a esa región recién liberada del sur vietnamita.

En el drama de Huong afloraba el dolor de Vietnam. Aquella tarde, en aquella orilla, ese dolor recaló en el pecho de Cuba, y humedeció las mejillas de su pueblo vestido de Comandante.

“Fidel lloró”, asegura Manh Thoa.

-¿Usted lo vio?

- Con mis propios ojos. Él sacó un pañuelo y secó sus lágrimas.

-Y usted, ¿qué hizo?  

 - Admirarlo, sólo eso.

- ¿Y las demás personas?   

- Hicieron silencio. Fue un instante muy duro. Algunos sacaron pañuelos; otros miraban para otras partes; escondían la mirada. En ese momento el canciller del Gobierno Provisional de Vietnam del Sur, que estaba a mi lado, me susurró: “ya viste, compañero Thoa, es el cariño y el amor cercano de Comandante Fidel por Vietnam”.    

“Así el volcán de mi dolor, rugiendo, / Se abrió a la par en abrasados ríos,
que en rápido correr se abalanzaron, / Y que las iras de los ojos míos
por mis mejillas pálidas y secas/ En tumulto y tropel precipitaron”.

                                                                                      José Martí

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Unos treinta minutos demoraron en llegar al hospital más cercano (EL DE VINH LINH) relata el doctor Ariel. “recuerdo que era una instalación semisubterránea, de la época francesa; por encima del nivel del suelo tenía solo el techo”, dice.

Al llegar, Soler Silva se entrevistó con el director del centro, explicó lo ocurrido, entregó a los pacientes, ofreció pormenores de cómo había procedido con cada uno de ellos, y se ofreció para continuar ayudando. Su interlocutor agradeció el gesto del galeno cubano, le dijo que no era necesario, y le informó que aquel era el tercer caso de esa naturaleza, que recibían en el hospital ese día.

De regreso a la comitiva, pasadas las nueve de la noche de ese propio día, el doctor Ariel Soler Silva, instado por los primeros ministros de Cuba y Vietnam informó en detalles sobre el diagnóstico y el estado de los cuatro jóvenes heridos. Ya habían transcurrido cerca de siete horas desde el momento del accidente.

Luego se supo que fue necesario enviar un vehículo urgente hasta el hospital de Quang Binh, a buscar sangre para transfundir a Nguyen Thi Huong, pues en el centro hospitalario de Vinh Linh no existía ese recurso en aquel momento.

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Todo fue muy rápido, la caravana reanudó su periplo, y esa misma tarde Fidel llegó a la ciudad de Dong Ha, recorrió otros sitios de Quang Tri, entre ellos varios enclaves militares arrebatados por los patriotas vietnamitas a las fuerzas invasoras y a los títeres de Saigón.

En su recorrido de la jornada el Comandante llegó a la Colina 241, y se enfrascó en animado intercambio con los combatientes que tomaron esa fortaleza. Allí  pronunció un vibrante discurso. Luego sostuvo en sus manos el mástil con la Bandera del Frente Nacional de Liberación de Vietnam del sur.

En un lugar de Dong Ha                                                                                                      

La imagen de Fidel da la bienvenida al hogar de Nguyen Thi Huong. Desde afuera el visitante puede ver al líder cubano en la sala, donde Huong suele charlar con su esposo, las tres hijas y los dos nietos. “Es el sitio de reunión familiar, y el Comandante es parte de la familia, siempre se ocupó de mantener algún tipo de comunicación con nosotros”.

“Gracias él no me fui de este mundo -y apunta con un dedo al retrato-. Mire usted, pero él se fue, y yo… quedé huérfana por segunda vez.  

Después de un largo suspiro, la mujer vuelve atrás en el relato. Entonces aclara que, contra todos los pronósticos, y casi contra la lógica, ella evolucionó rápido y bien, del estado en que Fidel la encontró, y añade que días después, una mañana, cuando aún no habían transcurrido dos semanas desde el infausto suceso, y todavía ella estaba convaleciente, la sorprendieron con un paquete; “no podía creerlo, pero estaba destinado a mí; lo enviaba el Comandante desde Cuba, y contenía vitaminas y medicamentos. Yo recuerdo que la gente celebró ese gesto con gran emoción”

“Si estoy aquí contando la historia, se lo debo a Fidel, sueño con ir a su tumba antes de morir, para despedirme del Comandante.  En 1997 yo presenté algunos problemas de salud, él lo supo y me cursó una invitación para viajar a Cuba a recibir tratamiento médico; no pude acudir, mi hija menor estaba muy pequeña”, me dice, y deja escapar otro suspiro: el más triste que yo recuerdo.

Cuando evoca a Fidel, Nguyen Thi Huong  parece abatida, frágil.  Por eso guardé las otras preguntas; para no lastimarla.

La foto del líder cubano en la casa de la mujer que él salvó de la muerte, lleva una cinta negra adherida al extremo superior izquierdo, -señal de luto. La imagen tiene detrás un árbol artificial que invoca la primavera, el florecimiento. En el frente hay dos vasos para las flores y las varillas de incienso que Huong le dedica todos los meses.

Para el ritual escogió el decimoquinto día, precisamente porque un 15 de septiembre, cuando ella consumía los escasos minutos que al parecer le quedaban entre los vivos, el Comandante la rescató de la muerte. Así es el altar del Comandante -el que tiene en la casa de Nguyen Thi Huong-,  porque Fidel erigió un altar en cada corazón vietnamita.

 (CONTINUARÁ)

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JUAN DÍEZ

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